20 de juny 2014






SERES DE LUZ






Uno de los incidentes más importantes de mi vida me ocurrió (a mí, Don) hace varios años durante un retiro espiritual de una semana en el Estado de Nueva York. Éramos alrededor de cincuenta personas y nos alojábamos en un hotel de comienzos de siglo, propiedad de nuestro profesor. Puesto que los terrenos y el interior de la vieja casa necesitaban mantenimiento constan­te, era el lugar idóneo para que hiciéramos trabajos manuales penosos y una oportunidad perfecta para observar nuestras resistencias y reacciones mien­tras trabajábamos. Era verano y el calor era intenso, había pocas duchas, las colas para los cuartos de aseo comunes eran largas y casi no teníamos perio­dos de descanso. Como todos sabíamos, todas esas condiciones físicas y co­munitarias entraban en el plan de nuestro profesor para sacar a la luz nues­tros «rasgos» de personalidad, con el fin de que pudiéramos observarnos con más claridad en la intensidad de ese laboratorio vivo.
Una tarde se nos dio la rara oportunidad de hacer una siesta de tres cuar­tos de hora entre trabajo y trabajo. A mí se me había asignado la tarea de ras­car la pintura de la pared exterior del viejo hotel, y muy pronto estaba cu­bierto de la cabeza a los pies de escamas de pintura seca. Al final de nuestra sesión de trabajo estaba tan agotado y sudoroso que no me importó la sucie­dad; necesitaba una siesta, y tan pronto nos dieron la señal de dejar el traba­jo, fui el primero en llegar al dormitorio común y meterme en la cama. Poco después llegaron la mayoría de los otros chicos de ese dormitorio y a los cin­co minutos ya estábamos todos disponiéndonos para dormir.
En ese momento llegó el compañero de habitación que faltaba. Alan. Le habían asignado el trabajo de cuidar a los hijos de los miembros del grupo, y por su forma de entrar, con un portazo, y de tirar las cosas a su alrededor era clarísimo que estaba furioso por no haber podido desocuparse antes para su­bir a dormir la siesta. Pero sí tuvo tiempo para hacer bastante ruido y no de­jar descansar a nadie más tampoco.

Poco después de que entrara Alan metiendo bulla, me ocurrió algo pas­moso: vi que mis reacciones negativas subían por mi cuerpo como un tren que llega a una estación; y no me subí al tren. En un instante de simple clari­dad, vi a Alan con su rabia y frustración, vi su comportamiento tal como era, sin añadidos ni complejidades, y vi cómo se iba «acumulando» mi rabia para descargarla sobre él; y no reaccioné a nada de esto.
Al limitarme a observar mis reacciones de rabia y autojustificación en lugar de actuar según ellas, fue como si de pronto se hubiera descorrido un velo ante mis ojos y me abrí. En un instante se disolvió algo que normal­mente me bloqueaba la percepción, y vi el mundo completamente vivo. De pronto Alan era encantador y los demás chicos perfectos en sus reacciones, fueran las que fueran. Miré por la ventana y con igual asombro vi que todo lo que me rodeaba brillaba desde dentro. La luz del sol en los árboles, las ho­jas mecidas por la brisa, el suave crujido de los paneles de vidrio en los viejos marcos de la ventana, todo era demasiado hermoso para expresarlo con pala­bras. Me quedé extasiado ante lo milagroso que era todo; todo, absoluta­mente todo, era hermoso.
Continuaba en ese estado de asombrado éxtasis cuando me reuní con el resto en la meditación de última hora de la tarde. Al profundizar en la medi­tación, abrí los ojos y miré a mi alrededor, y entré en lo que sólo puedo defi­nir como una visión interior cuya impresión ha permanecido en mí durante años.
Lo que vi fue que cada una de las personas reunidas allí era un «ser de luz». Vi claramente que todos estábamos hechos de luz, que éramos como formas de luz, pero sobre esa forma había surgido una corteza; esa corteza era negra y de consistencia gomosa, como alquitrán, que oscurecía la luz interior que era el yo verdadero de cada persona. En algunas partes la capa de alqui­trán era muy gruesa y densa; en otras, más delgada y transparente. Las per­sonas que han trabajado en sí mismas durante más tiempo tienen menos al­quitrán e irradian más de su luz interior. Debido a sus historias personales, otras personas están cubiertas con más alquitrán y necesitan trabajar muchí­simo para quitárselo.
Alrededor de una hora después, la visión se fue desvaneciendo y desapa­reció. Cuando terminó la meditación teníamos más trabajo que hacer; me apresuré a ir a realizar una de las tareas más ingratas: fregar los platos en la ca­lurosa cocina, pero dado que aún seguía palpable cierto residuo del éxtasis, esa tarea también fue un momento de dicha.


Relato esta historia no sólo por su importancia para mí personalmente, sino también porque me enseñó de manera gráfica que las cosas de las que vamos a hablar en este libro son reales. Si nos observamos con sinceridad y sin juzgarnos, si vemos en acción los mecanismos de nuestra personalidad, podemos despertar y nuestra vida puede ser un maravilloso despliegue de belleza y dicha.

 
Del libro de Risso i Husson “ La sabiduría del Enegrama” 


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